miércoles, 22 de febrero de 2017

Kinatay - 2009


Director: Brillante Mendoza

Hace bastante tiempo que quería ver algo de Brillante Mendoza, así que me decidí por "Kinatay", cuyo explícito y cortante título me atrajo poderosamente. "Kinatay" es, además, la primera película filipina que comentamos acá en el blog, y ya les digo, hemos comenzado con el pie derecho.


Un joven aspirante a policía, padre de un bebé de meses de edad y recién casado, a fin de cuentas una persona entusiasta y soñadora que mira con optimismo hacia el futuro, por culpa de unos chanchullos que hace para mantenerse a flote se ve arrastrado en una cruel, cruenta y estremecedora espiral de violencia en donde se enfrenta, aparentemente por primera vez en su vida, a la maldad con todas sus letras. Uno de sus colegas chanchulleros le dice que el Jefe quiere que se una al típico "trabajo" que da buen dinero aunque suene a "pero para ello tienes que vender tu alma al diablo". Y Brillante Mendoza, a través de una puesta en escena carente de artificios o, en otras palabras, "realista" (con cámara en mano y un uso del montaje que muy rara vez abandona al protagonista o, dicho de otra forma, recurre a una fragmentación del espacio), nos sumerge poco a poco en este hondo pozo de mierda, podredumbre e inhumanidad en el que apenas se nos permite respirar: Mendoza nos mete en la boca del lobo, nos ahoga en la oscuridad total, literal y metafórica. La arriesgada apuesta de "Kinatay" radica en que su relato no se fundamenta en la acciones perpetradas sino que en la (falta de) explicación de éstas, aunque también podemos agregar que la esencia de la película está en constatar, sin apelación alguna, que la maldad y el horror existen y que éstos, aparte de que están ocurriendo ahora mismo, ocurren en nuestras narices y que se han hecho tan cotidianos como casarse o cuidar al bebé: es la violencia naturalizada, una violencia con la que convivimos día a día aún si la ignoramos. De esta forma, "Kinatay" consiste en una larga noche llena de largos paseos por autopistas y maltrechos caminos rurales en la que nuestro protagonista es testigo de la lenta y tortuosa agonía de una prostituta con una deuda que no puede saldar. Mendoza no necesita recalcar ni forzar acontecimientos o enunciados morales, pues sabe que, al convertir a la cámara (y por ende, al espectador) en mudo testigo al igual que el protagonista, incapaces de cambiar el curso de acontecimientos y atados por la propia cobardía (nadie se atreve a defender la dignidad de la prostituta, menos rescatarla de una buena vez), la desasosegante atmósfera ofrece toda la maldita tensión que necesitamos, incluso si "sólo" estamos sentados en un furgón, en compañía de un grupo de matones que golpean y humillan repetidamente a la indefensa prostituta. Y esa tensión es impotencia, es ira, es culpa, y la noche sigue su curso...
Hay un momento especialmente significativo cuando al protagonista le regalan una pistola, ante lo cual uno piensa "¿se atreverá?", pero luego la verdad nos cae como un balde agua fría: es más fácil mirar al otro lado, seguir la corriente, no molestar, esperar a que la pesadilla termine y luego pueda continuar con la vida tal cual la conocía. Es más fácil dejar las cosas como están. Así es la vida, así son las cosas.

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