Dirección: Bettina Perut + Iván Osnovikoff
Ay ay ay ay ay... Vaya vaya vaya... Cuando se murió el tirano yo estaba próximo a cumplir trece años y en ese tiempo no sabía mucho de nada; conocía el nombre del primer narcotraficante de Chile y su rol en la historia del país, y que era malo, pero no acababa de comprender realmente todo el asunto de la dictadura. En el colegio hablábamos con la profesora, una buena charla, ninguno de nosotros muy enojados con todo, sólo uno, que decía "bien muerto el conchesumadre" y cosas así, el resto bromeábamos o qué sé yo, cuando supimos del tipo que escupió sobre el féretro del dictador dijimos que si ibas a hacer la tremenda fila mejor sacas una pistola y ¡bang! dale un balazo al muerto, eso decíamos, y luego a seguir con las clases o qué sé yo. Del clima general nunca supe nada en verdad, ¿veía las noticias?, seguramente no, jugaba GTA: San Andreas en mi computador de entonces y pensaba en cosas diferentes.
"La muerte de Pinochet" se estrenó el 2011 pero la muerte de Pinochet ocurrió a finales del 2006, en diciembre de ese año. A su hospitalización, agonía y posterior muerte, Perut + Osnovikoff salieron a la calle a registrar todo lo que ocurría: los fanáticos que lloraban la muerte de su héroe, que gritaban contra los comunistas (que en este país son todos los que no son derechistas), que defendían a su general, que añoraban su régimen, que decían que con él no había delincuencia, etc. Un verdadero festín de absoluta falta de moral, de negacionismo histórico, de violencia en su más delirante y extática expresión, de carencia de humanidad, de estupidez y repugnancia que haría vomitar incluso a Johnny Knoxville (que siempre decía que no vomita por nada). También fueron a las celebraciones de su muerte, con muchas más personas, felices por una parte pero enojados, porque no hubo justicia, porque el tirano se fue cómodo en su cama de clínica privada, se fue sin que le cortaran los dedos o las orejas, sin que le rompieran la nariz y la mandíbula a patadas, sin que le rompieran o electrocutaran las bolas, sin que le encendieran fuego a porciones de su cuerpo, sin que le sacaran los dientes uno a uno y sin anestesia, sin que le dieran un certero disparo en todo lo que se llama frente. Estos registros son guiados por los testimonios de cuatro personas que ese día andaban en la calle: la dueña de un kiosko de flores, mujer de extracción humilde que adora a su general; el presidente de una fundación que quiere revivir y fortalecer el pinochetismo en Chile; un cuidador de autos medio borrachín que ese día andaba medio perdido y se encontró con la fiesta del pueblo; y un socialista, de joven militar, testigo de primera fuente del bombardeo a La Moneda y muerte de Allende. Cómo vivieron y cómo sintieron esos días, qué hicieron en las calles, cómo ven la figura del tirano en el país y qué ha sido de sus vidas desde entonces, entre otras preguntas.
No es la experiencia más agradable, pero es reveladora por cómo muestra el adn de un país que aún se niega a verdaderamente decir las cosas por su nombre, a enfrentar sus fantasmas y males (en cualquier lugar decente la apología al pinochetismo sería penado por la ley) y a hacer las cosas bien, pero qué se puede esperar cuando el tirano, luego de ceder el poder, fue declarado senador vitalicio, sin pagar por sus crímenes, mientras el presidente que lo reemplazaba decía "se hará justicia... en la medida de lo posible". El verdadero lema de este país: en la medida de lo posible... Quizás las cosas estén por cambiar.
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