Director: Alan Clarke
Hoy en la piscina me superé y estuve exactamente un minuto bajo el agua, sin respirar. Me asaltó la duda de cuánto tiempo podía sostener la respiración luego de ver el último episodio de "The Leftovers", en donde Nora Durst debe hacerlo durante treinta segundos para poder ir a la otra versión del mundo, y yo pensé "oye chico, ¿tú podrías hacerlo?". Sé que no es lo mismo sostener la respiración cuando estás tranquilo que cuando estás agitado y expectante como Nora Durst, pero un minuto no es poca cosa. ¿O sí? La cosa es que pude haber estado más tiempo sumergido, sólo que luego de un rato largo te pones nervioso porque sientes que ya no necesitas respirar, como si pudieras estar una hora bajo el agua, como si el agua fuera tu elemento y tu hábitat natural, como si los pulmones dijeran "ok, este tipo ya no nos necesita. ¿Vámonos de vacaciones?", y ante eso, entonces mejor emerger, ¿no?
Asesinatos. Aparentemente inconexos, aparentemente sin motivos. En la mitad de la noche cruel, bajo los grises rayos de un sol indiferente; escondidos en los recovecos de la ciudad, en sus intestinos de asfalto, o a pleno aire libre, en algún abandonado lodazal periférico; frente a la opulencia de barrios altos o atrapado en un mugriento callejón sin salida. Sin diálogos; envueltos por el ruido sordo de la ciudad, el eco de las pisadas, el estruendo de los disparos, el grito ahogado de la carne desgarrada por las balas, el sonido del cadáver golpeando el suelo, cayendo en el barro, sucumbiendo a la muerte. Víctimas y victimarios sin nombre, sin historia, sin trasfondo, sin sueños. Viejos y jóvenes, limpios y sucios, elegantes y desgarbados, vagabundos y dueños del destino. Ejecuciones frías, asaltos fortuitos, asesinatos desapasionados, maldad naturalizada. El silencio de los ladrillos, la pasividad de las calles, el mutismo de los parques y de los árboles, la cobardía de las luces artificiales. La imagen desnuda, descarnada, cruda, despiadada. La cámara distante, imperturbable, visceral. La realidad: dura, desgraciada, azarosa, injusta, podrida, absurda. La vida: frágil, sometida.
El film es "Elephant", o, nada más que una sucesión de verdugos llevando la muerte consigo y descargándola en terceros. Al principio el efecto es chocante: no puede ser tan fácil, tan repentino, tan insensible, tan vulgar. Luego, asesinato tras asesinato, nos acostumbramos a la muerte: a sus repeticiones, a sus ligeras variaciones, a sus esquemas. Y los asesinatos siguen, no paran, continúan, no se detienen y uno pierde la cuenta y ahora lo chocante no es la seca brutalidad del acto en cuestión sino que lo insignificante del individuo que tiene miles de rostros y miles de ojos que se desvanecen y oscurecen de la misma forma, todos sin excepción, sin importar cómo vistan o cómo vivan o como duerman o como suden o como lloren y griten y rueguen. Y los asesinatos terminan de desfilar frente a nuestros ojos, pero allá, afuera, a nuestras espaldas, sin que lo sepamos, los asesinatos continúan su tránsito desencantado e implacable, su desalmado camino sin sentido ni rumbo...
Asesinatos. Aparentemente inconexos, aparentemente sin motivos. En la mitad de la noche cruel, bajo los grises rayos de un sol indiferente; escondidos en los recovecos de la ciudad, en sus intestinos de asfalto, o a pleno aire libre, en algún abandonado lodazal periférico; frente a la opulencia de barrios altos o atrapado en un mugriento callejón sin salida. Sin diálogos; envueltos por el ruido sordo de la ciudad, el eco de las pisadas, el estruendo de los disparos, el grito ahogado de la carne desgarrada por las balas, el sonido del cadáver golpeando el suelo, cayendo en el barro, sucumbiendo a la muerte. Víctimas y victimarios sin nombre, sin historia, sin trasfondo, sin sueños. Viejos y jóvenes, limpios y sucios, elegantes y desgarbados, vagabundos y dueños del destino. Ejecuciones frías, asaltos fortuitos, asesinatos desapasionados, maldad naturalizada. El silencio de los ladrillos, la pasividad de las calles, el mutismo de los parques y de los árboles, la cobardía de las luces artificiales. La imagen desnuda, descarnada, cruda, despiadada. La cámara distante, imperturbable, visceral. La realidad: dura, desgraciada, azarosa, injusta, podrida, absurda. La vida: frágil, sometida.
El film es "Elephant", o, nada más que una sucesión de verdugos llevando la muerte consigo y descargándola en terceros. Al principio el efecto es chocante: no puede ser tan fácil, tan repentino, tan insensible, tan vulgar. Luego, asesinato tras asesinato, nos acostumbramos a la muerte: a sus repeticiones, a sus ligeras variaciones, a sus esquemas. Y los asesinatos siguen, no paran, continúan, no se detienen y uno pierde la cuenta y ahora lo chocante no es la seca brutalidad del acto en cuestión sino que lo insignificante del individuo que tiene miles de rostros y miles de ojos que se desvanecen y oscurecen de la misma forma, todos sin excepción, sin importar cómo vistan o cómo vivan o como duerman o como suden o como lloren y griten y rueguen. Y los asesinatos terminan de desfilar frente a nuestros ojos, pero allá, afuera, a nuestras espaldas, sin que lo sepamos, los asesinatos continúan su tránsito desencantado e implacable, su desalmado camino sin sentido ni rumbo...
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