sábado, 7 de julio de 2018

Werckmeister harmóniák - 2000


Dirección: Béla Tarr & Ágnes Hranitzky


Dentro de todo, dos son las escenas claves, esenciales, para entender este film. La primera es, además, la primera escena de la película, maravillosa y desolada, pero extrañamente esperanzadora, en donde el protagonista les relata, con performance incluida, a un grupo de borrachos una fabula cósmico-existencial que habla, en esencia, sobre los inesperados períodos de oscuridad que asolan a la humanidad y que hunde a los hombres en un insondable miedo primitivo, prístina desesperación vital que los empuja a la catástrofe, al caos, la destrucción... Pero que no hay que tener miedo, porque esos eclipses no son eternos; el sol vuelve a brillar, vuelve a envolvernos con su calor y la humanidad puede apreciar otra vez la belleza de las cosas, la luz de la civilización, la calma de la razón. La segunda escena clave es el monólogo que el amigo músico del protagonista ofrece poco después de la performance recién descrita. Dicho monólogo habla sobre teorías musicales, tonales, melódicas, aunque como el mismo músico aclara al inicio de su alocución, los problemas que plantea tienen menos de técnica musical que de trasfondo filosófico y existencial. Supongo que la interpretación variará dependiendo de las inquietudes del espectador. El aspecto "político" de esta película no me preocupó tanto como su componente más metafísico, el cual, pienso, se concentra en el mencionado monólogo del que, al final, no me voy a explayar tanto. Pero se me vienen ideas a la mente, especialmente: cuestionar la naturaleza de nuestras creencias; abandonar ilusiones pre-concebidas, romper moldes establecidos... No somos nada pero somos un Todo complejo y contradictorio.
El caso es que al pueblo del protagonista llega un circo cuya atracción principal (la única) es una ballena gigante y un desfigurado sujeto llamado "El Príncipe", cuyo discurso provocador atrae multitudes y las transfigura en salvajes turbas dominadas por la violencia, la furia ciega, la amoralidad y el horror. Y el protagonista, insomne casi, transitará por su oscurecido pueblo amenazado por el caos; población asustada, desesperada por la presencia de esas bestias como infernales. Y Béla Tarr nos ahoga en una desesperanza aplastante, en una incertidumbre apocalíptica, en una no-verdad devoradora.
La verdad es que no puedo decir mucho, he quedado mudo. No sé cómo me siento aún. Sigo recordando imágenes; secuencias; la magistral banda sonora de Mihály Vig; la performance del protagonista; el viejo desnudo e indefenso, espejo de patetismo; la ballena, descascarada, abandonada, atrapada por la niebla... A pesar de ciertos reproches que me es inevitable traer a colación (como que, por momentos, los temas parecen desbordar al anecdótico argumento y a algunos personajes sin mucho peso que digamos, o viceversa, que la trama parece acotar y puntualizar el hondo componente filosófico, existencial, metafísico... y es que, aunque la adore, no le veo mucho sentido acá a la gran, a la excelsa Hannah Schygulla), por todo lo anterior, por esta indescriptible mezcla de sentimientos y sensaciones y pensamientos, es que no puedo evitar tildar a "Werckmeister harmóniák" como obra maestra. Béla Tarr es un puto genio: hacerme sentir así, hacerme temblar así. Hay esperanza, sí, la felicidad existe y creo, o quiero creer que se puede alcanzar, en la hermandad y la igualdad, el respeto: pero somos seres trágicos, destinados a sufrir, a caminar sobre la mugre y el barro, a tropezar y a caer, a dudar, a confrontarnos con la nada, con ese vacío en donde Dios se queda callado, con la propia amoralidad de la especie y su naturaleza intrínsecamente destructora. Y Béla Tarr nos lo recuerda, y hace bien en hacerlo, maldita sea, porque no podemos seguir engañados por mentiras divinas y de otras índoles. Porque, justamente, cuando esos ilusorios ideales absolutos y suprahumanos a los que tantos humanos se aferran tan abnegadamente se rompen, se ven eclipsados por sea cual sea razón, es cuando el colapso y la oscuridad sobrevienen...

2 comentarios:

  1. Creo que esos reproches tienen lugar para, al menos, todas sus películas desde "Kárhozat" hasta "A londoni férfi" (al caballo no lo toco porque no puedo ni conmensurarlo), su época de Tarr siendo Tarr pleno y al máximo. Pero una sola de sus secuencias opaca cualquier disconformidad, que no incomodidad, que me pudiera surgir. Ésta es, de hecho, mi película favorita de todos los tiempos. Grande, grandísima como el universo, como la nada.

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    1. Béla Tarr es un cineasta único. En efecto, es más grande que cualquier cosa. A veces me pregunto si se puede hablar de su cine con palabras, especialmente ahora que acabo de terminar "El caballo de Turín". Su cumbre total, la cumbre de todo.
      Y eso que aún falta "Sátántangó", aunque esperaré nuevas lluvias para adentrarme en sus siete-ocho horas, je, je.

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