miércoles, 24 de abril de 2019

Leaving Las Vegas - 1995


Director: Mike Figgis


Nicolas Cage ya no quiere nada con el mundo y el mundo ya no quiere nada con él, por eso quema todas sus pertenencias y todos sus recuerdos, por eso se quema con litros y litros de alcohol y por eso decide hundirse en una anodina habitación de hotel perdida en algún punto de Las Vegas, porque el último paso que le queda es hacia el vacío más oscuro e irreversible. En esa espiral de autodestrucción y deshumanización hacia la nada, sin embargo, Cage conoce a Elisabeth Shue, una prostituta también marcada por la desolación y la soledad, y se enamoran, o se quieren o se necesitan, qué importan las palabras en este punto, y la de ellos es una historia profundamente triste y profundamente bella, profundamente humana, honesta e intensa y dolorosa y limpia como sólo pueden vivirla aquellos seres marginados (existencialmente marginados o marginales) a los que se les ha negado todo o casi todo, aunque sus imágenes tengan una suciedad a la que Figgis, sin embargo, sabe encontrarle la poesía y dotarlas de fisicidad, de deseo, de vida. Poco más puedo aportar porque la película consiste en eso: el largo viaje de estas dos almas perdidas hacia su inevitable final, quizás viviendo con más intensidad que nunca al tener a la muerte tan de frente, tan de cerca, rodeados de música y de luces y de rostros anónimos y de una inmensidad tal que llega a ser íntima, ideal para respirar, aunque sea, un poco más o un poco mejor.

Acá les comparto un poema escrito por Pablo García, el segundo de sus cinco relatos desvergonzados (1949), de su libro El estrellero inútil, el cual me gusta mucho y que siempre lo he sentido tan pero tan malditamente real, y que se me ha venido a la cabeza numerosas veces durante el visionado de este maravilloso film, el cual, por supuesto, se los recomiendo de aquí al infinito:

Yo no puedo hacer el amor con veinte pesos
y luego hablar de cosas dignas.
Y decir: "amor mío, te quiero",
cuando tu estás pensando
en las manchas de semen que hay en la alfombra
y si sabrá o no fulana que tú fornicas.

Yo no puedo hacer el amor
envuelto en un sudario de angustia.
Quebrar en mis oídos el rin-rin del teléfono
y agazaparme cada vez que dan golpes a la puerta.
Vivir preocupado de flujos y huellas,
de manchas lúgubres, del opaco candor de las sábanas
y luego creer en la felicidad y decir "te amo".

Para el amor yo tengo una moneda inédita
y suaves besos y fuertes, claras emociones.
Puedo escribir una balada triste o sabia,
lentamente entrar en tí.

Pero olvidemos el tiempo y aprendamos
la canción del goce, la canción del amor no mutilado.
Que no existan casas ni teléfonos ni quebrados sonidos
ni minutos manchados de angustia.

¿Oyes la voz lejana? ¿su alegre pandereta?
Si tú aprendieras a palpar los sonidos,
si en el gramófono de la tarde
pudieras pulsar esa canción oscura
que lengüetea las teclas de un piano.
Si pudieras decir: "amor mío, te quiero"
y un tintinear de suaves monedas se escuchara.

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