sábado, 23 de agosto de 2014

Last life in the universe - 2003


เรื่องรัก น้อยนิด มหาศาล
Ruang rak noi nid mahasan
Director: Pen-ek Ratanaruang

  Tenía la intención de ver las películas del tailandés todas seguidas, al estilo retrospectiva, tal como lo he hecho con Hal Hartley y James Gray -también completé la filmografía de Paolo Sorrentino, pero esa la hice desordenadamente-. No fue por mala voluntad que no llevé mi intención como lo tenía planeado; es fácil encontrar películas estadounidenses e italianas, por muy independientes que sean, en cambio, encontrar películas tailandesas, por muy buenas y famosas que sean, es una tarea más complicada. "Monrak Transistor", la tercera película de Ratanaruang, la comencé a ver -encontrarla no fue tan difícil como esperar que se descargara, algo que iba tan lentamente como un caracol, o esos viejos y viejas que interrumpen mi nado en la piscina-, pero lamentablemente a los quince minutos los subtítulos se fueron a la mierda, lo cual no era lo único malo, pues se notaba habían un par de faltas de ortografía y redacción. Ni siquiera los subtítulos en inglés están correctos, y yo con el tailandés no me manejo nada. Para evitar sufrimientos, decidí saltarme aquella película y recalar de inmediato en la que más ganas tenía de ver, "Last life in the universe", cuarto filme de Ratanaruang y el que muchos consideran su gran obra maestra. A mi me ha parecido una obra maestra, aunque para afirmar con propiedad que ésta es la obra cumbre del tailandés, mejor me espero hasta que complete su filmografía. Si me prometen que todas serán tan buenas y hermosas como la de esta entrada, entonces me pongo al día de inmediato.


  Kenji y Noi, dos almas descarriadas que viven sus existencias sin saber la del otro: desconocidos totales que, por las cosas de la vida y la muerte, se conocen e inician una singular relación, yo diría mucho más espiritual que realmente amorosa o directamente carnal. Desde luego, la vida propia de cada individuo acarrea ciertos problemas que terminarán eventualmente chocando y provocando conflictos, poniendo a prueba esa promesa tácita que se hicieron el uno al otro: no abandonarse, no volver a estar solos nunca más.


  Es increíble la manera en que premisas similares, al estar en manos de cineastas-autores con una cosmovisión tan única como su lenguaje cinematográfico, pueden lograr bellas e inigualables obras maestras como la de hoy. Los problemas del corazón, los problemas de la vida que achacan continuamente el espíritu, la crisis existencial en su expresión más cruda y real, aquella que en su sencillez se vuelve abrumadora: la soledad absoluta del vacío físico y espiritual, y la posterior condena al olvido eterno.
  "Last life in the universe" me recuerda un poco al segundo filme del genio Hal Hartley, uno de mis directores favoritos absolutos -ya mencionado al inicio de la entrada, y es que nunca me canso de escribir/decir/pensar su nombre-: Trust, aquella emblemática película de inicios de los noventa en la que dos incomprendidos del mundo y del universo, personas que no se conocían en lo absoluto, caen en el radar del otro y comienzan una atípica relación, nuevamente, no centrada en la carnalidad de las pasiones, sino en la plenitud del espíritu. Aunque los problemas que amenazan a la relación entre Martin Donovan y la puramente hermosa Adrienne Shelly no son tan escabrosos como los de la cinta del tailandés, reflejan más o menos lo mismo: la superficialidad de lo mundano interfiriendo con la total honestidad que supone la unión de dos personas que están en la misma sintonía, que se entienden perfectamente: como debe quedar claro, no es el mundo de las palabras el que los acerca, sino el de las miradas y el silencio, revelador de las verdaderas pulsiones de los personajes, honestos y auténticos, alejados del mundo globalizado, una farsa llena de falacias e ilusiones: dinero, orgullo, poder, venganza, maldad pura, todos elementos que reflejan el patetismo al que ha caído la humanidad, revolcándose en su propia mierda: conceptos inventados por ellos mismos para justificar su impía naturaleza.
  Siempre hay unos pocos ángeles destinados a luchar y soportar las inclemencias de la humanidad, y siempre la honestidad y sencillez de una refleja la pobreza de la otra. Hartley se encargaba de dotarle a cada fotograma de cada filme suyo aquel pesimismo y fatalismo que ronda su mente y su cine, por lo que lo de las almas incomprendidas que llegan a conocerse casi de milagro es algo que se puede aplicar casi a toda su filmografía. Su opera prima, The unbelievable truth, era algo más optimista en lo íntimo, aunque no dejaba de lado la inminente destrucción del mundo, o lo que es lo mismo, el derrumbe de lo más hermoso del ser humano gracias a la artificialidad de (prácticamente) los mismos.
  Nunca abandonará mi mente la siguiente cita, pronunciada en Flirt -del mismo Hartley- por un personaje menos que secundario, un obrero de la construcción -¿qué profundidad puede tener algo salido de la boca de un obrero? Oh, Hartley tiene un retorcido sentido del humor-: "La realidad es completamente fría e indiferente con el individuo". Eso lo tiene claro Hartley y Ratanaruang, salvo que cada uno tiene una realidad diferente en mente, pero lo central no cambia: personas abandonadas por el mundo que, en un sentido abstracto, se rescatan del abismo, aunque tengan que vivir sometidos a la realidad, de la cual no hay escapatoria -¿o sí?-. De todas formas, la anterior similitud se aplica más bien a la premisa y ciertos aspectos del desarrollo argumental, porque en el terreno de las preocupaciones propias de cada director, hay su buen par de diferencias -que no son muy grandes, ahora que lo pienso más detalladamente; sólo pertenecen a distintas culturas, cada cual aportando su rica mirada a su película-, y ya ni hablar del terreno estético. Si algo tengo que diferenciar de cada uno, es que Ratanaruang, de lo que he visto de él, es alguien mucho más optimista que Hartley, quien parece no tener fe en la humanidad -aunque se ha apaciguado un poco. Sólo un poco-.


  Tomando la posta del terreno estético, primero lo primero, lo que se nota inmediatamente: fotografía sensacional, esta vez en manos de Christopher Doyle, cuyo singular y delicioso gusto y estilo fotográfico se cuadra perfectamente con el de Ratanaruang: composiciones llamativas y anguladas, muchos objetos en el plano y siempre con muchas líneas diagonales, todo lo cual hace que contemplar estas imágenes sea algo mucho más relajante de lo que podría no ser -especialmente porque imágenes llamativas suelen asociarse a relatos frenéticos e imparables-, porque, además, esa es la gran gracia de la película, visualmente hablando: que con todo su alocado estilo, no traicione nunca las intenciones sustanciales que el director pretende impregnar a cada fotograma; en este caso, nada más puedo decir que hay un perfecto equilibrio entre el aspecto formal y el sustancial: el primero completamente al servicio del segundo, sin que necesariamente por ello vaya a perder una pizca de identidad -ni estilo ni elegancia-. Es todo un mérito y algo completamente genial que Ratanaruang haya depurado tanto su lenguaje cinematográfico, pues la estética nunca deja de ser poderosa, y sin embargo no llega a opacar la solidez del relato. Otra cosa que resulta importante es que todo el componente audiovisual tiene mucho menos excesos que los vistos en Fun Bar Karaoke, a la cual justamente le reproché su débil relato, el elemento narrativo. Tiene lo justo y necesario, como bien ya ha quedado claro.
  Ahora bien, ya habiendo dicho que la estética está en completo servicio al relato y su sustancia, me imagino que debo explayarme un poco en esta afirmación. Comenzaré señalando lo que puede parecer una contradicción: si dije que Ratanaruang, bien acompañado por Doyle, no ha renunciado en lo más mínimo a su llamativo y poderoso estilo visual, lo cierto es que la principal característica de su dirección es la parsimonia con que filma los acontecimientos de la película. Claro, dije que las composiciones son llamativas, anguladas, llenas de objetos y líneas diagonales, pero en lo referido al tempo, el desarrollo no es para nada frenético, por el contrario, y por oposición, "Last life in the universe" es un relato pausado, en perfecta armonía con las pulsiones de los personajes, seres un busca de paz y plenitud. No importa cuán desagradable y estresante sea lo que esté sucediendo, la dirección de Ratanaruang no se aleja de esa calma en ocasiones casi contemplativa: las acciones de los protagonistas no suelen, ya sea por timidez o estoicismo o lo que sea, demostrar completamente todo lo que sienten por dentro, y mucho menos reflejan con exactitud lo buenas personas que son; a veces para esconder el dolor que te invade por dentro, lo más apropiado parece ser comportarse como un desgraciado/da con los demás. Pero Ratanaruang sabe lo que está haciendo: la cámara se encarga de transparentar, casi desnudar la personalidad de Kenji y Noi -algo tiene el director con este nombre: primero perteneciente al objeto amoroso de Pu, la protagonista de su opera prima; luego a un personaje menor en la genial "Ruang Talok 69"; y en los pocos minutos de "Monrak Transistor" también me pareció escuchar ese nombre. Es como la fijación de Hal Hartley con Ned Rifle: escritor y filosofo ficticio en sus primeros filmes, a la vez que su pseudónimo como compositor de los mismos, y finalmente nombre del hijo de Henry Fool en la película homónima, inicio de una trilogía que culmina con el filme titulado, justamente, "Ned Rifle", bastante crecido desde que apareció por allá el '97-. Por eso llegamos a conocer tan bien a estos personajes, porque la cámara -y ciertamente ellos mismos- los muestra tal cual son: tristes, alienados, desesperados, esperanzados.


  Esa parsimonia con que Ratanaruang filma y representa la inmensa angustia que invade a sus protagonistas, junto con una exquisita banda sonora, dan como resultado una atmósfera perfecta y a la vez ambigua: sabemos todo el dolor que Kenji y Noi están sintiendo, pero en general la película se muestra relajante, sosegante, como si nada malo estuviera sucediendo. Es como la vida misma: los momentos de más tranquilidad pueden esconder o ser el preludio -o ambos- a una gigantesca tormenta de mierda. De todas formas, lo que más me gusta de la atmósfera lograda es ese aire casi metafísico que tiene, en perfecta coherencia con ciertas ideas de la película: que nuestra muerte es un descanso, un momento de relajo, una pequeña siesta antes de despertar en la vida siguiente. Probablemente la película sea tan pausada y relajante porque en sí misma es el descanso antes de saltar a otra vida, aunque esa es una interpretación repentina y carente de fundamentos sólidos. Pero tenía el derecho a decirlo, después de todo, para qué guardarme cosas. No obstante, con frecuencia esa es la manera en que se siente la película: como si operara y viviera en otro plano más profundo, con un halo mucho más etéreo y sugerente. Fiel a su estilo, Ratanaruang no deja de lado las secuencias surrealistas, que además de ser encantadoras, le entregan un valor simbólico apropiado, dando cuenta, por enésima vez, de que lo importante es el mundo espiritual propio de cada personaje en particular, en esta ocasión aparentemente alienados: se nota que se encontraron las dos almas destinadas a estar juntas.


  Antes de ir terminando, tengo que mencionar un pequeño reproche, pero muy pequeñísimo y prácticamente que no molesta nada de nada: cerca del final, me pareció que la historia se hizo repentina y apurada con tal de ir cerrando definitivamente el relato. Me choca un poco con ese tempo tan pausado que me cautivó a lo largo de la película, pero que la trama crezca en rapidez no hace que se esfume todo el elemento espiritual y casi metafísico, especialmente porque el final al que nos guía es hermoso. En cuanto a sensaciones, lo asocio al final de "The unbeliaveble truth", pues respiro cierto optimismo a pesar de las circunstancias: aunque la indiferencia y la frialdad del universo para con uno siga presente, la felicidad se ha acercado lo suficiente como para saborear un poco más la vida, para no desear abandonarla.

  Si acabo de mencionar un reproche, ahora tengo que decir otra cosa que me encantó: los actores y sus personajes. Tadanobu Asano está perfecto como el nihilista Kenji, quien constantemente piensa y tiene visiones de su propio suicidio, intentándolo de manera tan natural como cuando uno lee un libro o se cambia de ropa: se hizo parte esencial de la cotidianidad. Por su parte, Sinitta Boonyasak también está perfecta como la dolida pero dura Noi, una mujer generalmente hastiada y de mal humor, pero que tiene una casa que ya me gustaría tener a mí. Ambos tienen una química encantadora y forman una pareja cinéfila preciosa: se entienden perfectamente, pues nadie más en el mundo lo hace: extraños que en un segundo congenian mejor que mucha gente con su propia familia. Kenji y Noi son personajes afectados por distintos tipos de dolor, aunque en términos objetivos, ambos se conocen estando empatados, pero lo importante es el dolor: a Kenji le desagrada el vacío del mundo en el que vive, y ya verán el de Noi. Lo cierto es que se conocen y ni siquiera la barrera idiomática -ella habla tailandés, él japonés, pero se comunican sus buenas veces en inglés- puede controlar el lenguaje de las miradas y los silencios, que justamente viene a reflejar la intensidad de los sentimientos; como es sabido, lo espiritual trasciende cualquier cosa: una palabra dice un cosa, pero una mirada abre un mundo infinito de posibilidades. Lo que estos personajes viven juntos es un despertar.
  Para ir terminando de verdad, nada más decir que Ratanaruang hace un filme sensacional, enormemente bello y complejo, trascendental y con una permanencia en el espíritu que no todas logran con tal habilidad. Me sentí completamente cautivado con esta especie de viaje entre dos personajes que van descubriendo poco a poco el porqué se merecen quedar en esta vida: estar acompañado del otro lo es todo: así es la última vida del universo que vale la pena vivir.

¡Re-contra lluvias de imperdibles capturas!


4 comentarios:

  1. Pues sí, es una obra maestra. Una película preciosa que te marca a fuego. Puedes afirmar con tranquilidad que es la obra maestra de Ratanaruang. Aunque Invisible Waves, que es la otra cara de la moneda de esta, tb es muy bonita.
    Last Life in the Universe es una película única que nunca, NUNCA se va de tu cabeza. Yo me sentí la persona más especial y afortunada del mundo cuando terminé de verla.

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    1. ¡Gracias por comentar por acá! Veré Invisible Waves tan pronto como termine de bajarse, y le tengo bastante fe. De todas formas no te discutiría que Last Life in the Universe es la gran obra maestra de Ratanaruang, pues es hermosa, única e inolvidable. La verdad es que deja una intensa sensación de plenitud y desolación a partes iguales, y eso pocos grandes lo logran. Recuerdo haberme sentido similar con el final de "No such thing" de Hal Hartley, de quien amo prácticamente toda su filmografía -un experto en finales este hombre-.
      A propósito, no sé si has visto la opera prima de Christopher Doyle, "Away with words", con Tadanobu Asano también. Le tengo fe y de hecho ya la tengo descargada, así que se viene pronto. Ya veré qué tal.

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  2. Encantada de haber descubierto este blog sobre cine.
    Sin duda trabajas mucho en tus entradas, esta es completísima.
    No he visto la película por lo tanto poco puedo decir sobre ella pero me gusta la fotografía de la misma que he podido ver en tus imágenes.
    Un saludo :)

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    1. ¡Gracias por comentar también! Y desde luego gracias por los halagos. Yo también visito continuamente tu blog, y con mucho agrado, claro.
      Espero que puedas ver pronto la peli, y ojalá te guste, yo he quedado encantado. Siempre me alegra que las imágenes puedan hablar maravillas de una película, como si las mismas pudieran atraer espectadores; como dicen, una imagen vale más que mil palabras.
      Saludos y gracias por tu visita.

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