domingo, 1 de septiembre de 2019

The Lady from Shanghai - 1947


Director: Orson Welles


Cine negro puro y duro, escrito y dirigido (y protagonizado, junto a un poderoso reparto) por Orson Welles, ese director, digamos, maldito, un genio, genio entre genios, que a pesar de todos los obstáculos que tuvo que enfrentar luego de su brillante y apabullante debut siempre dejó, de alguna u otra forma, su impronta marcada a fuego en la retina y en los fotogramas. "The Lady from Shanghai", la dama de Shanghai interpretada por una blonda (para la ocasión) y tórrida Rita Hayworth, también sufrió mutilaciones, las tan terribles refilmaciones con otro director y los montajes paralelos a los que armaba el propio Welles, la incomprensión del distribuidor y/o productor, una historia condenada a repetirse década tras década. Sin embargo, la versión que todos conocemos de "The Lady from Shanghai" es una verdadera obra maestra, un pedazo palpitante de cine que cuenta la historia de un marinero, pobre como una rata pero con más integridad que cualquier magnate (integridad que no es sinónimo, necesariamente, de nobleza o moralidad), que cae en un abismo de pasiones y traiciones al conocer a una enigmática y magnética mujer, la dama de Shanghai, que le pide que trabaje para ella, tan sólo el inicio de sus problemas. Una película centrada más bien en sus personajes, en la oscura ambigüedad de unos personajes difíciles de descifrar, una película centrada más bien en su atmósfera, sombría y penumbrosa y contrastada, expresionista, de claroscuros, sumergida o hundida o sumida en un estado de cosas del que sólo salen a flote la podredumbre, la corrupción, la basura y suciedad del alma humana, si es que puede decirse que existe algo así como el alma humana. Una película de una poderosa inventiva visual, de una puesta en escena altamente estilizada, deliciosamente estilizada, cinematográficamente estilizada, que alcanza su punto cúlmine en la ya clásica escena del laberinto de espejos, escena que, de acuerdo a testimonios y documentos, debía durar unos veinte minutos según la visión de Welles. Una película de hondo componente psicológico y filosófico, magníficamente escrita (la historia de los tiburones, esos diálogos de un arrebatado lirismo, la estructura argumental, la composición de los personajes), de una intensidad dramática que convive perfectamente con un jocoso sentido del humor. Una muestra, en fin, de lo que un genio puede hacer con una película y de lo lejos que pueden llegar las películas, cuando tienen en frente a un creador absoluto como lo es, como lo fue Welles: un creador transgresor, suicida y, desde luego, profundamente estudioso.
Obra maestra.

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