Director: Béla Tarr
Anoche me di un regalo, me concedí un lujo: vi "Kárhozat", o en español, "Condenación". De Béla Tarr. Sé que es un tipo muy popular; a mí me encanta. Béla Tarr también está en mi cuaderno de filmografías a revisar, sin embargo la magnitud de su obra me obliga a abordar la misma a un ritmo irregular, sin plazos ni tandas, simplemente como venga. También es cierto que me salté sus primeras cuatro películas, las cuales son formalmente distintas al valiente y arriesgado salto al vacío que supuso esta película, pero maldita sea, tenía tantas ganas de volver a ver esta obra maestra: verla en el silencio de la noche (horario que dedico a leer) y en medio de la oscuridad, sólo mis ojos y la imagen en contacto, sólo yo y esta cumbre del séptimo arte.
"Kárhozat" es cine negro, pero ese cine negro negrísimo, profunda y oscuramente negro, un negro intenso y descarnado, un negro crudo y seco, un negro devastado y cínico, un negro brutal y visceral, un negro irreversible e inevitable: como el destino, como la muerte. Rodado en 35mm, en un maravilloso blanco y negro, Béla Tarr nos narra la historia de un solitario pobre diablo enamorado de una cantante que trabaja en un bar de mala muerte y que está casada con otro hombre, con quien además tiene una hija. Al protagonista le ofrecen un trabajo que roza lo criminal, sin embargo se lo ofrece al marido de la mujer que ama y desea, pensando que el trabajo saldrá mal y que, de alguna manera, él podrá quedarse con la mujer. Sin embargo, el cruel destino decidirá retorcer las cosas en otro sentido y, bueno, nuestro protagonista se verá abandonado en un abismo de desesperanza y desesperación. Más que el argumento en sí mismo, Béla Tarr rescata los motivos del noir y los tiñe con su pesimista cosmovisión filosófica para componer un retrato del hombre, del paisaje y de la sociedad, en donde los más cálidos sueños de esplendor se ven corroídos por las bajas pasiones del hombre (el amor, el sexo, la ambición, los celos, el orgullo, la ira), un ser condenado y aprisionado en su fealdad, en sus miedos, en su repulsión de sí mismo: el hombre, un animal patético y absurdo, grotesco, repugnante, en perpetua espiral de decadencia, y por la pulverizadora soledad e impiedad del paisaje, de la lluvia, del barro, de ese polvoriento pueblo minero que es como un abyecto y olvidado basurero de escoria a donde van a caer las sobras de la sociedad y de las ciudades más grandes, el recordatorio de lo que no quieren ser, de lo que no quieren ver. El paisaje como personaje: herido, roto, agonizante: la vida es una agonía, un lento fundido hacia la oscuridad.
"Kárhozat" también brilla, azota e impacta por su poderosa puesta en escena, esos planos secuencias exquisitamente y cuidadosamente planificados y ejecutados, esos acompasados planos largos en donde la imagen parece cobrar vida, esa banda sonora que es a la vez susurro y grito ahogado, esos claroscuros que parecen dar forma a una noche eterna, esos gélidos silencios que llegan a herir la piel, esas lluvias gruesas cuyas gotas son como filosos cuchillos, los perros vagos siempre presentes como fatalistas leitmotives (la X de Hawks en "Scarface" o Scorsese en "The Departed"), los oxidados carros mineros que rotan sin cesar como si fueran los latidos y el corazón del pueblo, esos diálogos cargados de un aplastante y despiadado existencialismo (los encuentros entre el protagonista y la cantante son sensacionales, un placer literario y cinematográfico), y el protagonista, humillado, rendido, deshecho, de rodillas, ladrando con otro perro, ya sin la más mínima pizca de dignidad y humanidad: en esta película, antes de que lo dijera Andrey Zvyagintsev o Alberto Fuguet en sus novelas, se sentencia que no se puede vivir sin amor. Y se agrega: tampoco se puede vivir sin honor.
La noche devora al vagabundo.
"Kárhozat": Cine con mayúsculas, imposible no enmudecer ante tan imponente y profunda propuesta.
"Kárhozat" es cine negro, pero ese cine negro negrísimo, profunda y oscuramente negro, un negro intenso y descarnado, un negro crudo y seco, un negro devastado y cínico, un negro brutal y visceral, un negro irreversible e inevitable: como el destino, como la muerte. Rodado en 35mm, en un maravilloso blanco y negro, Béla Tarr nos narra la historia de un solitario pobre diablo enamorado de una cantante que trabaja en un bar de mala muerte y que está casada con otro hombre, con quien además tiene una hija. Al protagonista le ofrecen un trabajo que roza lo criminal, sin embargo se lo ofrece al marido de la mujer que ama y desea, pensando que el trabajo saldrá mal y que, de alguna manera, él podrá quedarse con la mujer. Sin embargo, el cruel destino decidirá retorcer las cosas en otro sentido y, bueno, nuestro protagonista se verá abandonado en un abismo de desesperanza y desesperación. Más que el argumento en sí mismo, Béla Tarr rescata los motivos del noir y los tiñe con su pesimista cosmovisión filosófica para componer un retrato del hombre, del paisaje y de la sociedad, en donde los más cálidos sueños de esplendor se ven corroídos por las bajas pasiones del hombre (el amor, el sexo, la ambición, los celos, el orgullo, la ira), un ser condenado y aprisionado en su fealdad, en sus miedos, en su repulsión de sí mismo: el hombre, un animal patético y absurdo, grotesco, repugnante, en perpetua espiral de decadencia, y por la pulverizadora soledad e impiedad del paisaje, de la lluvia, del barro, de ese polvoriento pueblo minero que es como un abyecto y olvidado basurero de escoria a donde van a caer las sobras de la sociedad y de las ciudades más grandes, el recordatorio de lo que no quieren ser, de lo que no quieren ver. El paisaje como personaje: herido, roto, agonizante: la vida es una agonía, un lento fundido hacia la oscuridad.
"Kárhozat" también brilla, azota e impacta por su poderosa puesta en escena, esos planos secuencias exquisitamente y cuidadosamente planificados y ejecutados, esos acompasados planos largos en donde la imagen parece cobrar vida, esa banda sonora que es a la vez susurro y grito ahogado, esos claroscuros que parecen dar forma a una noche eterna, esos gélidos silencios que llegan a herir la piel, esas lluvias gruesas cuyas gotas son como filosos cuchillos, los perros vagos siempre presentes como fatalistas leitmotives (la X de Hawks en "Scarface" o Scorsese en "The Departed"), los oxidados carros mineros que rotan sin cesar como si fueran los latidos y el corazón del pueblo, esos diálogos cargados de un aplastante y despiadado existencialismo (los encuentros entre el protagonista y la cantante son sensacionales, un placer literario y cinematográfico), y el protagonista, humillado, rendido, deshecho, de rodillas, ladrando con otro perro, ya sin la más mínima pizca de dignidad y humanidad: en esta película, antes de que lo dijera Andrey Zvyagintsev o Alberto Fuguet en sus novelas, se sentencia que no se puede vivir sin amor. Y se agrega: tampoco se puede vivir sin honor.
La noche devora al vagabundo.
"Kárhozat": Cine con mayúsculas, imposible no enmudecer ante tan imponente y profunda propuesta.
...ponme otra ronda, maestro...
Uff, ¿Béla Tarr en la noche? Sois un cinéfilo duro en serio. Y qué maravilla leer la primera entrada dedicada al maestro húngaro, precisamente sobre esta película cuyas imágenes constantemente me parecieron de otro mundo. Cine con mayúsculas, efectivamente.
ResponderBorrarJa, ja, parecía el horario ideal, y de hecho lo fue, sin ruidos ni nada. Me imagino el deleite que debió haber sido ver esta película en un cine y exhibida en 35mm, esa clase de imágenes no se ven todos los días y esa clase de atmósfera no la crea cualquiera.
BorrarDe otro mundo es una definición perfecta: salido de este mundo pero destinado al infinito.