Director: David Lynch
Porque ayer tratamos muy mal a Lynch (merecidamente, en todo caso), hoy lo vamos a tratar muy bien (merecidamente, porque tremenda película que nos legó). "Blue Velvet" es su cuarto largometraje y probablemente, si no el mejor, de los mejores. ¿Probablemente? "Blue Velvet" es una maldita genialidad, qué quieren que les diga. Acá, aunque llenos de moho, todavía tenía los tornillos bien puestos y sueltos en su saludable medida.
No necesita llevarlo en el título para demostrar que "Blue Velvet" es una película salvaje, retorcida, cruda y visceral cuyo desarrollo es un certero y brutal descenso a los infiernos; una desaforada espiral de perversiones, subversiones y claroscuros humanos, morales y sociales que apunta despiadada y directamente a los blancos cimientos del "sueño americano" y el american way of life, por fuera limpio e intachable y perfecto, idílico, pero por dentro putrefacto y sucio y grotesco: violento, insaciable, maldito.
Todo comienza cuando el joven Kyle MacLachlan vuelve a su bello pueblo para visitar a su padre, convaleciente por un ataque al corazón, y camino al hospital se encuentra con una oreja cercenada tirada por ahí, como si tal cosa. Dicho acontecimiento despierta tal curiosidad en él que decide adentrarse en las cloacas de la ciudad, encontrándose con una cantante de club barato, inconmensurable Isabella Rossellini (difícil, complejo y un tanto indescifrable rol el que aborda con magistral dominio y fuerza, aunque suene paradójico), atrapada en las viles garras de un monstruo interpretado por ese monstruo de la pantalla que es Dennis Hopper, cuyo villano probablemente sea uno de los más simples y superficiales pero también horrorosos que existan, y es que, básicamente, su Frank Booth sólo quiere "joder" (o "tirar", todo depende de la traducción que se aplique al ambiguo y rico uso que hace de la palabra fuck) con todo lo que se le cruce por delante: lo profundo es su maldad sin límites. Mientras tanto, el mismo MacLachlan se cuestiona si sus acciones nacen de la solidaridad y de los principios morales con que fue criado o si, por el contrario, el íntimo lazo que entabla con Rossellini es puro malsano y enfermizo voyerismo, oscuro y sombrío placer. Y es que la disyuntiva no es menor: ¿caer rendido a los brazos de su torturada, sumisa/rendida y abusada cantante que no está en la plenitud de sus facultades, o elegir a la linda y virginal e idealizada hija de detective de policía?
Es que además "Blue Velvet" está muy bien escrita, no sólo tanto a nivel de relato, impecable en su progresiva y abismal caída a la oscuridad más insondable, sino que también a nivel simbólico y cinematográfico, instaurando sus propios códigos estéticos a la vez que dotando con su propia personalidad y discurso a figuras clásicas como la femme fatale, el (anti)héroe, el villano, y tópicos como el "amor" imposible, el bien contra el mal, etc. Y ya ni hablar de la potente y densa dirección de Lynch, con esta atmósfera surrealista y sensorial, sensual, tan a flor de piel como ensimismada y... escondida.
"Blue Velvet" es una de esas pesadillas que llega a dar gusto volver a ver, revivir. Una pesadilla recurrente e interminable. Una pesadilla sin fin.
No necesita llevarlo en el título para demostrar que "Blue Velvet" es una película salvaje, retorcida, cruda y visceral cuyo desarrollo es un certero y brutal descenso a los infiernos; una desaforada espiral de perversiones, subversiones y claroscuros humanos, morales y sociales que apunta despiadada y directamente a los blancos cimientos del "sueño americano" y el american way of life, por fuera limpio e intachable y perfecto, idílico, pero por dentro putrefacto y sucio y grotesco: violento, insaciable, maldito.
Todo comienza cuando el joven Kyle MacLachlan vuelve a su bello pueblo para visitar a su padre, convaleciente por un ataque al corazón, y camino al hospital se encuentra con una oreja cercenada tirada por ahí, como si tal cosa. Dicho acontecimiento despierta tal curiosidad en él que decide adentrarse en las cloacas de la ciudad, encontrándose con una cantante de club barato, inconmensurable Isabella Rossellini (difícil, complejo y un tanto indescifrable rol el que aborda con magistral dominio y fuerza, aunque suene paradójico), atrapada en las viles garras de un monstruo interpretado por ese monstruo de la pantalla que es Dennis Hopper, cuyo villano probablemente sea uno de los más simples y superficiales pero también horrorosos que existan, y es que, básicamente, su Frank Booth sólo quiere "joder" (o "tirar", todo depende de la traducción que se aplique al ambiguo y rico uso que hace de la palabra fuck) con todo lo que se le cruce por delante: lo profundo es su maldad sin límites. Mientras tanto, el mismo MacLachlan se cuestiona si sus acciones nacen de la solidaridad y de los principios morales con que fue criado o si, por el contrario, el íntimo lazo que entabla con Rossellini es puro malsano y enfermizo voyerismo, oscuro y sombrío placer. Y es que la disyuntiva no es menor: ¿caer rendido a los brazos de su torturada, sumisa/rendida y abusada cantante que no está en la plenitud de sus facultades, o elegir a la linda y virginal e idealizada hija de detective de policía?
Es que además "Blue Velvet" está muy bien escrita, no sólo tanto a nivel de relato, impecable en su progresiva y abismal caída a la oscuridad más insondable, sino que también a nivel simbólico y cinematográfico, instaurando sus propios códigos estéticos a la vez que dotando con su propia personalidad y discurso a figuras clásicas como la femme fatale, el (anti)héroe, el villano, y tópicos como el "amor" imposible, el bien contra el mal, etc. Y ya ni hablar de la potente y densa dirección de Lynch, con esta atmósfera surrealista y sensorial, sensual, tan a flor de piel como ensimismada y... escondida.
"Blue Velvet" es una de esas pesadillas que llega a dar gusto volver a ver, revivir. Una pesadilla recurrente e interminable. Una pesadilla sin fin.
Yo no tengo ni idea de si es la mejor película de Lynch, la peor, una genialidad o una gilipollez sobrevalorada. De todo eso se ha dicho de esta obra inclasificable, pero que a lo largo de los años ha ido, por sí misma, clasificando todo el cine negro que estaba por venir. Yo, lo único que sé, es que treinta años después sigue siendo mi película de cabecera; todo el mundo tiene una, y la mía es ésta...
ResponderBorrarUn saludo.
Es que es única y por mérito propio se adueñó del lugar que goza.
BorrarEn este visionado me ha encantado sobremanera, y de hecho, aunque tenía vagos recuerdos de su relato, en esta pasada me ha impresionado casi como si no la hubiera visto. Es una sensación muy agradable.
Saludos.