domingo, 18 de junio de 2017

Kill List - 2011


Director: Ben Wheatley

No es que me guste "Family Guy" pero el otro día me lo encontré por ahí en el cable y, luego de unos cuantos minutos, pensé "demonios, las burlas por parte de 'South Park' no eran ninguna exageración". En todo caso no debería sorprender que Trey Parker y Matt Stone tengan más cerebro que Seth MacFarlane, y ciertamente más bolas. ¿Nunca he dicho cuánto quiero ver la película de "South Park"? Qué bueno, porque no soportaría agregar otra cuenta pendiente que resolver. A propósito, hace tiempo comentamos "Down Terrace", la genial opera prima de Ben Wheatley, con la manifiesta intención de completar su filmografía, así que por ello ahora les comento "Kill List", su segundo largometraje, el cual ya había visto antes de comenzar el blog y que ahora vi de nuevo para saber si mantenía la postura que tuve en aquel visionado. No sólo la mantengo, también, creo, la puedo argumentar mejor.


Me gusta esta película, pero lo que no me gusta tanto es el giro que toma en su tramo final, digamos sus últimos quince minutos, cuando la cosa se pone más o menos... ¿satánica, ocultista? En cualquier caso "Kill List" es una película que genera perpetuo malestar y mal cuerpo, amén de su cruenta y oscura descripción de la realidad, de su violento y desencantado punto de vista rico en personajes, escenarios y acontecimientos sumidos en una desesperanza y una desesperación latentes, no asumidas, quizá no aceptadas.
Siempre he considerado a esta película como un ejercicio esencialmente atmosférico y ambiental en vez de argumental; una pesadilla repleta de profundos miedos y decepciones, un descenso a los infiernos tan exquisitamente estilizado como visceralmente "realista", es decir, una irreversible espiral de deshumanización ejecutada con cuidado y pulcritud (un ejemplo de montaje desconcertante, un ejemplo de fotografía tenebrosa) pero en base a un certero tratamiento de personajes y espacios, de contextos y tiempos, expresado a través de una cámara "in situ", inmersa en la acción y libre de grandes artificios formales. Podría relacionarla a la trilogía "Pusher" de Nicolas Winding Refn o a "Hyena", de Gerard Johnson, que además de narrar historias sobre personajes consumidos por sus propios demonios personales (así como los del medio que los corrompe... y viceversa, claro), destacan por esta estimulante mezcla entre una cámara "al hombro" (sinónimo de "realista" para algunos y de cine social para otros) y una imagen audiovisual (post-producción mediante) cuya alta estilización potencia y magnifica el horror de la violencia y la maldad como entidades psicológicas. Por otro lado tenemos películas como "Heli", "Kinatay" o "Bübchen" que prescinden de la alta estilización de la imagen para construir un retrato más bien concreto, más de costumbres enlodadas por la sinrazón o el sinsentido, más ligado a una realidad en tanto cotidianidad determinada, aunque no por ello no suponen tremebundas reflexiones sobre la fragilidad y la corrupción humanas, la decadencia de los hombres (de la misma forma, las primeras también entregan descarnados retratos sobre distintos elementos o instituciones de la sociedad: la policía, los bajos fondos, la inmigración, las diferencias sociales, etc.).
Lo que digo es que la premisa sobre un asesino a sueldo que, junto a su mejor amigo (también metido en el negocio), acepta un trabajo que consta de matar a las personas de una lista dada, para mí era un McGuffin que le servía a Wheatley como perfecta excusa para adentrarnos en los rincones oscuros de un hombre, en apariencia común y corriente (con esposa e hijo, con una bonita casa en un bonito barrio) pero en el fondo un tipo atormentado por su pasado marcado por la guerra, y de una sociedad sobre la que el director ni se molesta en mostrar contrastes, pues sabe que los parajes iluminados y limpios son para los turistas y en vez de ello nos instala de inmediato en una cotidianidad gris, de calles y edificaciones monótonas y nubladas dominadas por el desencanto, la ambigüedad y la asfixia. Así, a medida que el trabajo avanza, la pesadilla se hace más profunda y oscura, más honda y sinuosa, y esta concepción de la vida se desmorona cada vez con más fuerza. Mi problema es que ya por el final el relato pasa de ser el retrato de un estado de las cosas aplicable a cada punto del globo (o de la sociedad occidental, qué sé yo) a una trama particular, como si esta pesimista mirada del mundo y del hombre se redujera a las banales atrocidades de un grupo de privilegiados millonarios que se ensañan con un pobre desgraciado. Sigue manteniendo su atmósfera y su malestar, pero su visión pierde intensidad al enfocarse en un giro argumental que, francamente, a mí me resulta forzado, repentino y rebuscado, tan rebuscado que resulta contraproducente, pues algo tan extravagante contraviene ese miedo a la desintegración más propio del día a día de la familia común. Yo creo que un final más horrible habría sido ver a un protagonista ya transformado en bestia volver a su entorno doméstico y quedar la interrogante de si podría ser una persona normal otra vez o si, a la larga, él mismo acaba por destruirlo todo con sus propias manos, su propio discernimiento (ni siquiera como símbolo de su debacle psicológica y moral tiene credibilidad la ceremonia ocultista aquella, no me la compro).
Y antes de olvidarlo, excelentes las interpretaciones de Neil Maskell y Michael Smiley: su complicidad resulta genuina, sobre todo para dar sustento a la cotidianidad consumida por el mal, y además, sobre todo el primero, transmiten bastante inquietud.
De todas formas es una película muy recomendable y tengan por seguro que ahora sí que sí llegaremos hasta el final de la filmografía de Ben Wheatley. Será una semana encantadora.

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