jueves, 27 de septiembre de 2018

Les amants réguliers - 2005


Director: Philippe Garrel


Varias cosas quedan claras viendo y después de ver "Les amants réguliers": primero, que el de Garrel (Philippe, ya veremos algo de su hijo cuando le llegue el turno) es un cine completamente libre, y también literario, aunque no podría explicar eso muy bien ahora mismo, pero esa sensación me queda, como si uniera el lenguaje de las palabras con el de las imágenes en una sola entidad, natural y auténtica, fluida y orgánica, para sumirnos en un mundo único e inimitable. Segundo, que esta es una película, pero también un notable documento, un fiel retrato, diáfano a la vez que certero y punzante, de las revueltas estudiantiles que ocurrieron en París el '68, de sus hechos, sus intenciones, sus involucrados, sus decadencias... Y digo fiel porque Garrel estuvo ahí, ya ha hablado largo al respecto (lo digo así como para que no duden de su credibilidad), y la suya es una mirada contundente, crítica, incluso rabiosa en ciertos sentidos, pero, genialmente, "Les amants réguliers" es una película también sencilla, ligera, seductora, de ambientes, que te introduce de lleno "ahí", en ese espacio, en ese tiempo y lugar, y que lo filma todo como si hubiera vuelto en el tiempo, como si la película se hubiera rodado en esa época (en todo sentido, en términos éticos y estéticos), a finales de los sesenta, por lo que no se necesitan discursos o panfletos a favor o en contra de fulano o mengano, simplemente uno está ahí, sintiendo la palpitación del ambiente, viviendo los hechos, dejándose llevar por el tiempo. El protagonista es Louis Garrel, un muchacho cualquiera, poeta, que se une a las protestas, que sale de noche a las calles a pelear con los policías, que huye por los tejados de París, que comparte proclamas y gritos de aliento junto a los demás compañeros, todos fervientes y febriles, soñadores, qué sé yo. También es un muchacho que se mueve en ambientes artísticos, intelectuales, y su periplo nos muestra la decadencia del movimiento, la disolución de esos gritos en medio del humo del opio y esa militancia más importante: la del artista pobre y fracasado, autocomplaciente también, pero dispuesto a morir en su ley. Así, nuestro protagonista vive en la grandiosa casa de un adinerado joven que vive de lo que heredó de sus padres, casa en donde viven un montón de artistas sin comida ni dinero en sus bolsillos, cómodos y distanciados de todo. Y bueno, Garrel conoce a una muchacha, escultora, menos cercana al ya lejano fuego de las primeras protestas que a la frívola seducción de las noches de bohemia, y así transcurren las cosas, entre olvidos, hastíos y los sueños románticos de quienes ahora escriben versos para otras musas. Los sueños colectivos siendo desplazados por los anhelos individuales... Lo cierto es que no vale la pena que yo venga a analizar esta película, solamente los animo a traspasar esta deliciosa ventana al pasado, a otro tiempo, y que cada uno viva su propia experiencia...
Una película de tres horas que vale cada imagen (rodada en un blanco y negro impagable, entre sucio, realista, pero lleno de expresividad y lirismo), que se pasa volando, como si fuera música además, de forma cadenciosa, parsimoniosa, pero plena de melodías, de sentires, de vívidas impresiones.
Si no soy más efusivo es porque la película misma, más de imágenes que de palabras, tiene una energía serenamente satisfactoria, y eso que, como digo, no le falta mala leche ni veneno.
Qué grande es Garrel. Placer de unos pocos (¿?).

(No nos habíamos olvidado de Garrel, por favor, pero no me atrevía a ver películas de tres horas, por factores ajenos a mi persona, aunque bueno, hay que atreverse alguna vez, y esto salió de maravilla).

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